Ucrania, que se siente cada vez más cerca de la UE, se enroca ante la amenaza rusa
La agresión del Kremlin y el empeño de Putin de definir a rusos y ucranios como “un solo pueblo” consagra aún más el alejamiento de Kiev de Moscú y nutre la identidad nacional
Algunos de los niños, como Sofía, no
habían nacido cuando Kitzmaniuk, de 53 años, empezó las lecciones de arte como
una forma de huir –aunque fuese mentalmente— de la última guerra de Europa, en
la que los separatistas prorrusos apoyados política y económicamente por el
Kremlin combaten contra el ejército ucranio. Hoy, el conflicto que va a entrar
en su octavo año, ha matado a unas 14.000 personas y ha expulsado a unos dos
millones de sus casas se cocina a fuego lento. Y aunque las bombas ya no caen
abundantes y a plomo en Márinka, el fuego de artillería permanece. Y envuelve
al pueblo en un ambiente aún más sombrío. “En este tiempo aterrador que
vivimos, el ser humano necesita un trocito de bondad”, dice Kitzmaniuk.
“Nosotros hemos descubierto que esa salida es dedicarse a algo bello, como el
arte. Que la vida no acaba en esta guerra”, comenta la maestra.
Con la concentración de tropas rusas
a lo largo de las fronteras con Ucrania, los discursos del presidente ruso,
Vladímir Putin, contra Kiev y contra la OTAN cada vez más furibundos y las
llamadas de alerta de las agencias de inteligencia occidentales sobre otra
posible invasión rusa, muchos analistas miran ahora hacia la guerra del Donbás.
Ese conflicto es una de las ‘puertas’ más
probables del Kremlin para justificar otra agresión rusa, con la excusa de
intervenir para ‘defender’ a los alrededor de un millón de rusos que hay hoy en
las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, gracias a las generosas
entregas de pasaportes de las autoridades rusas, o a una ciudadanía ucrania que
el jefe del Kremlin considera “un solo pueblo” junto a los rusos, pero alienado
contra Rusia por culpa de Occidente, que le ha “lavado el cerebro”, según
Putin.
Desde el derrumbe de la URSS, que
acaba de cumplir tres décadas y que dividió el imperio soviético y las
repúblicas que lo formaban en Estados independientes, Ucrania se ha ido
alejando cada vez más de la vecina Rusia y de esa arquitectura de la URSS.
Ambos países mantuvieron muchas décadas nexos económicos y políticos
importantes. Y aunque con la independencia de Ucrania, en la década de 1990,
algunos nacionalistas ucranios expresaron marcadas opiniones contra la élite
política de Moscú, la gran mayoría de la población mantenía buena relación con
Rusia –donde muchos tenían familiares y amigos— y un buen número de ciudadanos
hablaba ruso como primer idioma.
Eso ha cambiado radicalmente desde la intervención del
Kremlin en Ucrania, con la anexión en 2014 de la península de Crimea con un
referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional y celebrado con
presencia militar sobre el terreno –y preparado por cientos de soldados sin
seña conocidos como ‘hombres verdes’— y la participación de Moscú en el
conflicto del Donbás, que el Kremlin define como una “guerra civil” y ante el
que niega cualquier implicación pese a los informes internacionales que
detallan cómo Rusia ha suministrado armamento y apoyo a los separatistas
prorrusos. “Putin promueve su idea de ‘un solo pueblo’ a golpe de misiles. Y en
realidad es el responsable de que gran parte de la ciudadanía le odie, odie
todo lo que tenga que ver con él y odie la guerra”, remarca Zurab Alasania,
periodista.
Aunque ese sentimiento “anti-Rusia”
del que habla el jefe del Kremlin es más bien contra su Gobierno y la ideología
expansionista, imbuida por el ‘síndrome del imperio perdido’ que marca sus
políticas y que no solo hace a algunos observadores temer que terminará por
invadir de nuevo Ucrania sino que culminará su legado con una fusión entre
Rusia y Bielorrusia, donde su aliado, el líder autoritario Aleksandr
Lukashenko, es cada vez más dependiente de los préstamos y el apoyo de Moscú.
“Ucrania todavía se siente débil por el discurso político interno, pero desde
fuera Putin lo ha fortalecido mucho como país, también su identidad; pero no se
trata de nacionalismo sino de la autoidentificación de la nación como tal”,
añade Alasania, que menciona cambios que han contribuido a ello, por ejemplo,
en la educación, donde se ha dado prioridad al idioma ucranio frente al ruso;
al igual que en los espacios públicos.
Esa identidad de la que habla
Alasania, que dirigió la televisión pública ucrania, anhela cada vez más formar
parte de la Unión Europea. La intención del país en unirse a la OTAN está recogida en su Constitución –aunque
pese a los temores de Putin, expertos como Volodimir Fesenko remarcan que la
meta está a años luz y que el país aún debe hacer muchas reformas— y son cada
vez más los ciudadanos que lo apoyan. Pero fue la negativa del presidente
aliado del Kremlin Víktor Yanukovich a firmar un acuerdo de asociación con la
UE lo que desencadenó las multitudinarias movilizaciones en Kiev en 2013.
Protestas europeístas que se extendieron por todo el país, que derrocaron a
Yanukovich en 2013 y derivaron en la intervención de Moscú, la anexión de
Crimea, la guerra del Donbás y una oleada de sanciones internacionales contra
Rusia. Hoy, el 75% de la ciudanía ucrania ve su futuro dentro de la UE, a la
que percibe como un referente de prosperidad económica y democracia funcional,
según las encuestas.
Mientras, el Kremlin se empeña en
definir Ucrania como un “estado fallido”, con Gobiernos títeres de la OTAN y
disturbios que son en realidad manifestaciones, que en algún momento han
desencadenado cambios políticos que tanto teme el Gobierno ruso, que está
agudizando su política represiva contra la oposición y las organizaciones
civiles. Y los medios de comunicación de su órbita lo pintan como un ecosistema
con amplias manifestaciones neonazis, presentando como la mayoría a algunos
grupos nacionalistas que han tomado como referentes de patriotismo a
combatientes históricos contra el Gobierno soviético que incluyen a algunos
colaboracionistas, apunta el politólogo ruso Nikolai Petrov.
Ucrania, de 41 millones de
habitantes, con un importante flujo migratorio hacia la UE, y una democracia
muy joven, aún tiene un camino muy largo que recorrer antes de aspirar siquiera
a ser candidato, señala una diplomática occidental ya veterana en Kiev. El
antiguo actor cómico Volodímir Zelenski arrasó en 2019 en las elecciones
presidenciales con un discurso en el que prometía poner fin a la guerra del
Este y también erradicar la corrupción.
Pese a que nada más llegar al poder
tuvo verdaderos avances, como el intercambio con Moscú de cientos de
prisioneros y la descongelación de las conversaciones de paz junto a Francia y
Alemania, poco ha avanzado el presidente ucranio desde entonces. Zelenski, que
se ha rodeado de personas de confianza de su época del teatro, sí ha iniciado
una serie de reformas destinadas a acabar con la corrupción endémica y la
gobernanza débil. Pero también, dice la diplomática, “se ha perdido por el
camino” con polémicas medidas de control judicial.
También se ha iniciado un caso
contra el expresidente Petró Porosheko por traición. Y el Gobierno ha alumbrado
una ley anti-oligarcas, que aspira a quitar poder político a los empresarios
más ricos de Ucrania y evitar que manejen el escenario tras bambalinas. Una
medida que tiene buen fondo, pero que expertas anti-corrupción como Daria Kaleniuk
temen que se también se emplee para tomar medidas enérgicas selectivas contra
las figuras empresariales no leales. Mientras, la economía ucrania, que todavía
lucha por atraer inversión extranjera, se contrajo un 4,2% el año pasado.
Agentes de influencia
Dentro
de esas reformas se incluyen nuevos pasos para ahogar lo que las autoridades
ucranias consideran agentes de influencia rusos que, como tentáculos del
Kremlin, Moscú emplea para intervenir o desestabilizar y que los expertos
consideran parte de su política multidisciplinar en el espacio post-soviético.
Hace ya casi cuatro años que las principales redes sociales rusas están
bloqueadas en Ucrania, también el gigante Yandex y su plataforma de taxi. Víktor Medvedchuk, considerado el
hombre de Moscú en Kiev, bien relacionado con el Kremlin –Putin es padrino de
su hija–, está procesado por traición y los canales de televisión vinculados al
empresario, bloqueados. “La influencia política interna de Rusia en Ucrania se
ha debilitado drásticamente”, apunta el veterano politólogo Volodímir Fesenko,
aunque hay una fuerza prorrusa en el Parlamento, la Plataforma de Oposición por
La Vida, uno de cuyos líderes está ahora bajo investigación por cargos de alta
traición y que tiene una fuerza limitada. Y, por supuesto, Crimea y el Donbás,
que el Kremlin mueve como “diales” de desestabilización, dice el analista.
Rusia anunció este fin de semana que
unos 10.000 soldados que habían hecho maniobras cerca de las fronteras con
Ucrania –de los alrededor de 114.000 que estima el Ministerio de Defensa
ucranio, incluyendo los destinados en la península ucrania de Crimea—, volvían
a sus bases. Y rusos y estadounidenses conversarán desde el 12 de enero en
Ginebra sobre las propuestas rusas para Washington y la OTAN, que incluyen que
la alianza ‘desinvite’ a Ucrania y Georgia. Conversaciones que EEUU y la UE
esperan que, junto a la amenaza de nuevas y duras sanciones, termine por
convencer a Putin de las desventajas de agredir de nuevo al país vecino.
Pero en Ucrania, un 84% de la
ciudanía cree que Rusia atacará en algún momento, según datos del centro Razumkov.
Y el 24% de la población asegura que resistiría “con un arma en la mano” otra
invasión rusa. No hay sin embargo ambiente de tensión en Kiev, donde las
autoridades han ordenado la inspección y puesta a punto de sótanos e
instalaciones que podrían servir como refugios antiaéreos, y donde cada vez más
personas se apuntan como voluntarios a las Fuerzas de Defensa
Territorial para defender el país y entrenan para el combate cada fin de
semana. Tampoco en el Este, donde los ciudadanos luchan por subsistir frente a
la falta de infraestructuras, colapsadas y sofocadas tras casi ocho años de
guerra.
En los pueblos de la línea de contacto, como Tonenke, el
último pueblo antes de la ‘zona roja’, la guerra es algo demasiado cotidiano,
admite Leonid Shcherbakov. Conductor de autobús jubilado, padre de dos hijos ya
adultos y abuelo de tres nietas, cuenta ante una taza de café negro y fuerte
que teme más por su esposa, enfermera, y por el resto de su familia que por sí
mismo. “No tengo miedo porque esta es mi tierra. Ucrania es mi tierra”, dice.
Shcherbakov, de mirada afable, un hombre que emplea gran parte de su tiempo
libre en cuidar de las plantas del jardín, saca un pequeño hacha labrado que
tiene cerca de la puerta que da al frío de la noche: “Si los rusos vienen me
enfrentaré a ellos”.
Comentarios
Publicar un comentario